Letteratura scientifica selezionata sul tema "Libros sagrados – Novela"

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Articoli di riviste sul tema "Libros sagrados – Novela"

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Miguel Ángel, Galindo Núñez. "Páginas herejes: el manuscrito como texto sagrado en la literatura mexicana contemporánea". Argos 7, n. 19 (1 giugno 2019): 3–16. http://dx.doi.org/10.32870/argos.v7.n19.1a20.

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Abstract (sommario):
La palabra “Grimorio” deviene del provenzal “Grammaire noir” traducible como “Gramática negra” o “Gramática de la oscuridad”. Estos son los libros de magia utilizados por brujas y hechiceros desde que el Diablo formó parte de la imaginería popular. Parecería contradictorio que un texto sagrado —siguiendo las ideas de Roger Caillois y James Frazer—, correspondería con la “escrituralidad”: la estructura de su mensaje debería ser puntual y científica; pero hay ejemplos donde no se respeta esto. Dentro de la literatura fantástica hispanoamericana encontramos manuscritos y libros sagrados con una gran carga de oralidad: el argentino Enrique Anderson Imbert con su cuento “El Grimorio” donde, más que una gramática, parece una historia dedicada a alguien. Para este estudio se utilizará la novela corta de Emiliano González: El discípulo; una novela de horror sobrenatural (1989); donde aparece una versión extraña de un grimorio. La estrategia de análisis parte de los estudios sobre la evolución y uso cotidiano de la lengua de Ignace Gelb, Peter Koch y Wulf Oesterreicher, para determinar si es una cuestión cultural o si es tan solo una curiosidad literaria el deconstruir así un texto sagrado al hacer que tenga elementos orales. ¿Se está reconfigurando o resemantizando el manuscrito como texto sagrado en la literatura mexicana del siglo xx? ¿Se puede llamar a estos escritos “grimorios” aunque no se traten de empastados con las mismas características del grimoire medieval? Estas respuestas esperan dilucidarse a partir de la literatura y de su estudio.
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Portela Lopa, Antonio. "El mito underground: Fernando Márquez y la novela de la Movida". Tropelías: Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, n. 23 (13 dicembre 2014): 387. http://dx.doi.org/10.26754/ojs_tropelias/tropelias.201523863.

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Abstract (sommario):
La novela Mary Ann (1985), de Fernando Márquez, es un caso representativo de literatura nacida en el seno del movimiento cultural de La Movida, que encuentra acomodo en el marco general de la Postmodernidad. Se plantea como una creación híbrida en lo genérico y ecléctica en los referentes culturales (literatura, cine, cómic, política). Escrita con una clara voluntad transgresora y provocativa, es heredera de las actitudes punk musicales, al mismo tiempo que reserva un espacio para el mito como ámbito de lo sagrado. Es el caso de Greta Garbo, figura que recorre la totalidad del libro y que inspira una particular reflexión en torno al concepto social de la belleza. El presente artículo desgrana las múltiples referencias musicales y culturales que vertebran esta obra, y se adentra en el singular significado que Márquez imprime al mito. Fernando Márquez's novel Mary Ann (1985) is a representative case of the literature born within the cultural movement of La Movida, which is accommodated within the overall framework of Postmodernism. It is proposed as a generic hybrid creation and eclectic in the cultural references (literature, cinema, comics, politics). Written with a clear transgressive and provocative will, it inherits the musical punk attitudes, while reserves a space for myth as sacred field. This is the case of Greta Garbo, figure that goes over the entire book and inspires a particular reflection on the social concept of beauty. This article spells out the many musical and cultural references that underpin this work, and explores the singular meaning that Marquez impress to myth.
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Neruda, Pablo. "Nuestra América es vasta e intricada". Encrucijada Americana 1, n. 1 (27 novembre 2019): 10. http://dx.doi.org/10.53689/ea.v1i1.142.

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Abstract (sommario):
«Macchu Picchu se reveló ante mí como el perdurar de la razón por encima del delirio, y la ausencia de sus habitantes, de sus creadores, el misterio de su origen y de silenciosa tenacidad, desencadenaron para mí la lección del orden, que el hombre puede establecer a través de los siglos con su voluntad solidaria...» Entre los invasores de Méjico -oscuros aldeanos, braceros del campo, forzados, aventureros y fugitivos- había un joven soldado llamado Bernal Díaz del Castillo, el cual escribió sus memorias en edad ya bastante avanzada, cincuenta años más tarde, siendo consejero municipal en la América central. He visto, he tenido en mis manos y he leído el enorme manuscrito, asegurado con una cadena a una mesa, al alcance de todos, en el municipio de Guatemala. Es curioso ver encadenado ese gran libro, escrito con una caligrafía clara y esmerada, quizá por alguno de aquellos copistas que abundaban en España, dictado posiblemente por el viejo soldado, desde su sillón o desde el fondo de la cama, pero, desde luego, desde el fondo, de la increíble verdad. Bernal, a pesar de su edad, tenía una memoria que podía facilitarnos los nombres de los caballos y de las yeguas y de cada uno de los hombres, que siguieron a Hernán Cortés. Cuando, en mi adolescencia provinciana, leí las empresas y hazañas de los hombres y de los dioses de la Odisea, o cuando, más tarde, penetré en los laberintos oníricos y eróticos de las Mil y una Noches, pensé que a nadie le correspondería ni podría corresponderle la extraña aventura de una incursión en tales reinos prodigiosos. Me equivoqué. Porque a aquel soldado desconocido le cupo esta aventura: la de darse de manos a boca con una estrella ignorada, llegar de repente a un planeta apenas descubierto, poblado de dioses vivientes, de música infernal, con vestidos de oro. A ese hombre le correspondió dejar las huellas de su paso. Aunque discutible, lo cierto es que aquel esplendor fue aniquilado por la sangre y las sombras. Hombres y vestiduras, templos y construcciones, dioses y reyes, todo fue devorado, destruido y sepultado. La Conquista fue un gran incendio. Los conquistadores de todos los tiempos y todas las latitudes reciben un mundo vasto y resonante, dejan un planeta cubierto de cenizas. Siempre ha sido así. Nosotros los americanos, descendientes de aquellas vidas y de aquella destrucción, hemos tenido que excavar, para buscar debajo de las cenizas imperiales las gemas deslumbradoras y los colosales fragmentos de los dioses perdidos. O también hemos tenido que mirar a las alturas: a veces una torre de los antiguos tiempos, venciendo el miserable paso de los siglos, eleva su orgullo sobre el continente. Porque yo distingo el arte subterráneo y el arte de los espacios abiertos de los antiguos americanos. Y ésta es mi propia manera de conocerlos y comprenderlos. Cuando, en años ya lejanos, vivía exiliado en la Ciudad de Méjico, vinieron dos extraños visitantes con la pretensión de venderme su mercancía: traían un voluminoso paquete, envuelto en pringoso papel de periódico, que desatamos y abrimos allí, en mi mesa de despacho. Había centenares de figurillas de oro, acaso chimúes, chibchas o chiriquíes: un tesoro que palpitaba sobre mi pobre mesa con el fulgor amarillo del pasado. Eran pendientes, anillos, pectorales, insignias, figuras de pececillos, de extrañas aves, eran estrellas abstractas, círculos, líneas, discos, mariposas. Por aquella maravilla me pidieron doce mil dólares, cantidad que yo no poseía. Este tesoro lo habían encontrado trabajando en una carretera, entre Costa Rica y Panamá. Y se apresuraron a sacarlo del país para venderlo en cualquier lugar. Abandonaron mi casa con su tesoro bajo el brazo, envuelto en periódicos viejos, y ya no he sabido a donde fueron a parar aquellos peces, aquellas mariposas, aquellos destellos de oro. Otra vez, caminando por el Mayab, me detuve al borde del bosque para contemplar a placer un cenote ceremonial: uno de aquellos pozos, cuyo fondo de aguas sombrías formaba parte del misterio maya. Se cuenta que la ceremonia ritual exigía que fuesen arrojadas allí, en sacrificio mortal, las vírgenes destinadas a los dioses, cubiertas de oro y turquesas, collares, brazaletes, ricos vestidos. Un astuto comerciante del naciente imperio norteamericano tuvo la idea, en el siglo pasado, de comprar aquellas tierras aparentemente abandonadas. Y se dedicó a la pesca. Allí, en los profundos y extraños manantiales, los sagrados cenotes le proporcionaron toneladas de joyas divinas. Nuestra América es vasta e intrincada. Y a lo largo de su línea espiral, a lo largo de sus desmesurados ríos, debajo de los montes y en los desiertos, e incluso en las calles de las ciudades recientemente excavadas y puestas al descubierto, aparecen todos los días estos testimonios de oro. Son estatuillas antropomorfas, aztecas, olmecas, quimbayas, incas, chancayas, mochicas, nazcas, chimúes. Son millones de vasijas de cerámica y de madera, enigmáticas figuras de turquesas, de oro, trabajadas, tejidas: son millones de obras maestras rituales, figurativas, abstractas. Son escuelas y disciplinas, estilos excelsos, que representan la crueldad, la adoración, la humillación, la tristeza, la locura, la verdad, la alegría. Todo un mundo que palpitaba con las grandes fiestas desaparecidas en torno a los enigmas de la vida y de la muerte, con los acontecimientos que alimentarán la poesía y la teogonía, en homenaje a la resurrección y consagración de la primavera, con su infinita sabiduría sexual, con el goce de la tierra en todas sus tentaciones y sus frutos, o ante el misterio del silencio absoluto y de las posibles resurrecciones. Nuestros museos de Méjico, de Colombia y de Lima, están repletos de estas figuras, que jamás fueron degradadas ni aniquiladas bajo tierra. Precipitadamente fueron arrebatadas, sepultadas a lo largo de un camino cualquiera, fueron excomulgadas en todos los púlpitos coloniales, y al igual que sus creadores fueron perseguidas por centuriones y matarifes. Mas, debajo de la tierra y del agua, tras siglos de oscuridad, continúan apareciendo, continúan dando su imperecedero testimonio de múltiple grandeza. En mi Canto general he explicado cómo el conquistador Pizarro encadenó al Inca en una habitación, en un palacio de su reino. Allí le anunció que lo mataría. Sería ajusticiado dentro de pocas semanas. Lo degollaría como un cordero sacrificial, como esclavo destinado al martirio, en el patio mayor de su propio palacio, ante todos sus príncipes, sus capitanes y sus sacerdotes, sus mujeres, sus hijos y sus músicos. A menos que -le dijo el conquistador- sus súbditos le trajesen, de todas sus remotas y apartadas posesiones, todo el oro del Perú. Pero, ¿cuánto, cuánto? le preguntó el Inca volviendo sus inocentes ojos a los de su carcelero. Pizarro le respondió: "Levanta la mano lo más alto que puedas y traza una línea azul como tu sangre alrededor de la estancia, y ordena que tus vasallos la llenen de oro hasta esa línea azul que tu mano habrá trazado". Durante minutos, horas, semanas, largas como siglos, los mensajeros y los sacerdotes y los príncipes y los músicos y los guerreros humillados y los ciudadanos atónitos y los jueces de los sepulcros y las mujeres desesperadas trotaron y corrieron, volaron como abejas, pasaron y regresaron con ánforas de oro, con estatuillas y vasos, con brazaletes y platos ceremoniales, con anillos y varas, utensilios, altares, collares, tronos y esculturas de oro. Hasta que el rescate recogido con aquella agonía superó la línea trazada por la mano del Inca. Entonces Pizarro, aconsejado por sus escribanos, acompañantes, obispos y capitanes, mandó degollar al Inca en el patio principal de su palacio, delante de sus dignatarios y de sus príncipes. Pero muchos de los correos, mensajeros cargados de oro, que creyeron en la palabra del matarife, recibieron la terrible noticia sobre las aguas de un lago, mientras dormían guardando cada uno su saco de oro. Y entonces, aterrorizados por la noticia de la Gran Muerte, maldijeron y lloraron, y escondieron y sepultaron para siempre los tesoros, que no llegaron a tiempo para superar la línea azul trazada por la mano del Emperador ajusticiado. Pero la América excelsa, su edificio al aire libre se manifestó en la orgullosa y solitaria ciudadela de Machu Picchu. Fue un encuentro decisivo en mi vida. Tuvo lugar hacia el año 1943: la gran guerra de los europeos no daba aún señales de acabar. Goya había profetizado: "El sueño de la razón engendra monstruos". Mientras la razón dormía en el mundo, los monstruos practicaban la suprema carnicería. Desde la época de los sufrimientos de la América precolombina, cuando, según el padre Las Casas, los perros de los invasores se alimentaban a menudo con la carne de los prisioneros vivos, mujeres, niños y hombres, la razón jamás conoció un sueño tan funesto. La degradación, el martirio, el aniquilamiento en proporciones gigantescas, se ponían metódicamente en práctica. De la antigua Europa clásica llegaba el fragor de los bombardeos y desde mis lejanos países seguíamos un hilo de sangre, que, a través de la noche y del mar, nos conducía hasta el antiguo escenario de la cultura, ahora en esclavitud y agonía. Regresé de Méjico cargado con aquel dolor, sin perder del todo mi indestructible fe en la persistencia de la bondad humana, pero desorientado e indolente ante aquella evolución de nuestra época tenebrosa. Entonces subimos por senderos ásperos y a lomo de mulo hasta la ciudad perdida y añorada: Machu Picchu, la misteriosa. Aquella altísima ciudad se había avergonzado de su propia época, se había reducido al silencio y se había escondido en su propio bosque. ¿Qué les sucedió a sus constructores? ¿Qué había sido de sus habitantes? ¿Qué nos dejaron, excepto la dignidad de la piedra, para darnos noticias de su vida, de sus propósitos, de su desaparición? Nos respondió un silencio sonoro. Yo ya conocía el silencio de otras ruinas monumentales, mas siempre fue un silencio humillado, de mármoles definitivamente vencidos. Allí, en las alturas del Perú, la imponente arquitectura se había conservado secretamente en el profundo silencio de las cumbres andinas. Todo era cielo en torno de los sagrados vestigios. El bosque verde se interrumpía con las rápidas y pequeñas nubes, que pasaban desflorando y besando aquella espléndida obra de lo eterno que hay en el hombre. En el punto más alto de la ciudad se levantaba el Reloj o Intihuatana, especie de calendario formado por inmensas piedras, con una meridiana destinada quizá a señalar las horas en aquellas excelsas alturas. Estos relojes astronómicos fueron tenazmente perseguidos por los conquistadores, ansiosos, como siempre, de destruir el núcleo cultural. La ciudad de Machu Picchu los derrotó: se escondió entre peñas abruptas, multiplicó sus mantos de verde, y los intrusos destructores pasaron por su vera sin sospechar jamás su existencia. Machu Picchu se reveló ante mí como el perdurar de la razón por encima del delirio, y la ausencia de sus habitantes, de sus creadores, el misterio de su origen y de silenciosa tenacidad desencadenaron para mí la lección del orden, que el hombre puede establecer a través de los siglos con su voluntad solidaria: el edificio colectivo capaz de desafiar el desorden de la naturaleza y de la humana desventura. Recordé entonces las construcciones mejicanas de Teotihuacán, los edificios de Monte Albán, de Chichén Itzá, el cuadrilátero de Uxmal, los templos de Palenque, las pirámides religiosas con sus prodigiosas moles, con su simetría radial, que en todo el territorio mejicano se alzaron hacia la sangre y la luz. Comprendí que por encima de las estructuras perdidas en el martirio y en la sombra, por encima de la creación formal de figuras, joyas y objetos subterráneos, más allá de la inmensidad vencida y derrotada de aquella América, que hoy está renaciendo de sus propias tinieblas, los antiguos maestros americanos habían erigido un alma aérea, invulnerable, capaz de desafiar con su ser el dominio y las olas embravecidas de la agresión y del olvido. Estos descubrimientos me revelaron muchos caminos, y entre ellos el recordar mi destino con aquella verdad tan duradera, con aquellas creaciones colectivas, en las que todos los componentes, esperanza y dolor, delicadeza y poderío, se habían unido muchas veces en un organismo central, que dirigía todas las posibilidades de acción y daba origen a un nuevo silencio sonoro, lleno de inteligencia y de música. A esta riqueza es preciso añadir los monumentos de la poesía sepultada: las odas aztecas y tlascaltecas en honor de los dioses y de los príncipes, odas festivas y rituales. La antigua poesía del extremo sur de los peruanos y de los aymará andinos, poesía de dulcísima melancolía, como susurro de agua a través de la hojarasca, a través del tiempo que abatió las razas. El Popol-Vuh es un milagro, un Génesis encantador que explica y nos refiere los inicios de la vida del hombre, de las costumbres y de los ritos, con la seguridad de un auténtico testimonio de cuanto sucede. Es difícil separar en sus páginas la esencia del sueño y la de la idolatría, los sucesos reales y las profecías. Es un monumento fundamental del hombre, en toda su ruta. De las religiones y de la irreligión: es un breve himno al crecimiento y al desarrollo de la vida sobre la tierra. (Y sabemos que un monseñor, arzobispo de Yucatán, mandó quemar la gran biblioteca, que encerraba millares de manuscritos mayas, acumulados durante siglos). Alguien se preguntará ¿qué relación existe entre las antiguas culturas americanas y las modernas? Reconozco que la condición de colonia le impuso a nuestra América no solamente una obstinada dominación, sino una fractura incalculable. La matriz fue violentada y extinguida: los vínculos se hicieron secretos, se debilitaron bajo el terror, se dispersaron en remotas aldeas y finalmente se extinguieron. Sólo en algún mercadillo o feria reaparecieron los vasos, los juguetes, y unos pobres tejidos. En cuanto a la escultura, la arquitectura, la poesía, la narración, el baile, todo esto se lo tragó la tierra, se aletargó con la colonia, para dormir un sueño que aún perdura. Algunos ecos de la prodigiosa tradición aparecieron en la escuela pictórica mejicana: en Orozco, Siqueiros, Rivera y Tamayo. Pero, a pesar de la fuerza de estos creadores, se advierte en ellos la reflexión que reproduce, el expresionismo intelectual, en el lugar de la frescura primitiva de las antiguas fuentes selladas. Lam y Matta han buscado al mismo tiempo, en cierto modo, la continuidad perdida; pero sus obras mayores, aunque apelan al terror y al enigma, no llegan a engendrar en nosotros el pánico ni a plantearnos cuestiones como las antiguas y profundas obras de la América precolombina. Algunos europeos como Henry Moore y algunos escultores como Peñalba y Colvin, americanos de nacimiento, han tratado también ellos de revitalizar nuestra tremenda herencia. Pero ha sido Niemeyer, el maestro y arquitecto brasileño, quien mayormente se ha acercado en su grandiosa Brasilia, rosa colectiva y perdurable, a la espaciosa arquitectura aérea de las antiguas Américas. Por lo que a la poesía concierne, los poetas americanos, salvo laudables excepciones, se han alejado con horror de nuestra densidad cósmica y se han propuesto seguir el ejemplo, no de Jorge Manrique, Soto de Rojas, o Quevedo, sino a Monsieur Péret o Monsieur Artaud. La novela americana, con García Márquez y otros valientes protagonistas de hoy, ha dado un gran salto, continuando la comunicación interrumpida. El primer anuncio de una insurrección o de una resurrección: de una posible grandeza. No sé por qué mis palabras asumen siempre la forma de un viaje, aunque sea hacia el pasado o el silencio. Me doy cuenta de que no hemos hecho otra cosa sino recorrer, acaso sólo por el exterior, superficialmente, una gran cultura, múltiple y apasionante. No he querido otra cosa sino caminar y caminar por los remotos caminos que el hombre americano recorrió durante siglos poblándolos con extraordinarias creaciones, con mitos olvidados y batallas perdidas. Mas ni los incansables estudiosos ni los titánicos investigadores podrán darnos ni el catálogo ni las llaves del inmenso tesoro. Sus interpretaciones quedarán siempre a media distancia de la verdad, hasta que aparezcan otras verdades más cercanas en el tiempo. Ni las fotografías minuciosas de cada objeto, tomadas de frente o por helicópteros excepcionales, ni la cinematografía con sus poderosas demostraciones, podrán revelarnos aquel milagro encendido ni la inaccesible herencia que nos dejó. Pero yo, criatura de aquellas latitudes, no me atrevo a catalogar ni a denominar ni a aseverar. Continuaré en los días o años de mi vida, alimentando la admiración, el terror y la ternura para con las innumerables obras prodigiosas que marcaron mi existencia. Y continuaré sintiéndome mínimo, inexistente ante la grandeza de aquel esplendor. ¡Ojalá pueda un día la tierra americana ser digna del múltiple monumento que nos transmitieron los pueblos desaparecidos! ♦ Condé sur Iton (Francia), enero 1972
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Huamán Almirón, Abraham, e Miguel Ángel Hernández Rascón. "Maguey Andino". REVISTA CIENTÍFICA DE EDUCACIÓN DE KOLPA EDITORES KOLPA 4, n. 1 (31 maggio 2022). http://dx.doi.org/10.47258/rceke.v4i1.168.

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Abstract (sommario):
Prólogo Es una planta maravillosa el maguey. Su capacidad para vivir y proliferar en los ambientes más agrestes del planeta y en las condiciones menos favorables le hace ser, dentro del enorme catálogo botánico y de la biología, espécimen único e incomparables. Hay decenas de variedades y categorías, de muchos tamaños, formas, colores y texturas, tantas como sus utilidades y sus nobles cualidades. Para los pueblos mesoamericanos, sobre todo en el altiplano de México, el maguey es una planta sagrada. No sólo por su utilidad como fibra textil o por sus propiedades medicinales, sino porque de esta magnífica planta, que también se conoce por agave, surgen muchas de las bebidas más representativas de México. En la zona de Tlaxcala, en el centro del país, la producción del pulque ha prevalecido casi inalterada desde la época precolombina. Heredera del poderoso imperio de Xicotencatl, la gente de la zona aún se refiere a esta bebida lechosa y dulce como la “Bebida de los Dioses”. Es muy común ver, por la larga y recta carretera, que conecta la ciudad de Puebla y Tlaxcala, campos repletos de magueyes Agave salmiana) de hasta dos metros de altura esperando ser sacrificados para su transformación ritual. “Se vende Pulque por litro” dicen algunos anuncios al pie de la carretera y es muy común ver a gente comprando dicha bebida, que, a pesar de ser alcohólica, suele darse también a los niños como parte de la dieta común del lugar. Si bien algunos expertos contemporáneos podrían juzgar como una práctica indeseable, lo cierto es que el consumo de pulque, amén de su controvertido valor nutricional, sigue siendo parte de la cultura de la zona. Asimismo, el consumo del pulque está ligado a muchos de los episodios de la historia y la literatura mexicana, como en esas excepcionales descripciones de banquetes que hace Manuel Payno en su insigne novela Los bandidos de Río Frío. Ahí también conocimos la Sangre de Conejo, un pulque potente y embriagador que terminó por convertir a un tornero parrandero en un asesino despiadado. Dicha sangre de conejo no era otra cosa que un “curado de pitaya”, una fruta roja que da a la bebida un aspecto tan siniestro como edulcorado. En su novela Noticias del Imperio, Fernando del Paso, quien da voz a la misma emperatriz Carlota de Bélgica, relata que la bebida preferida de Maximiliano de Habsburgo no era otra que el pulque con champagne. Un dato más que corroborable ya que incluso se dió en banquetes oficiales y de ello da cuenta José Manuel Hidalgo y Esnaurrízar. Y así podríamos seguir, por páginas y páginas, sin terminar de hablar del pulque, El maguey es también culpable de otros néctares etílicos y fantásticos de la cultura mexicana. En la zona de Oaxaca, al suroeste mexicano, los cerros forrados de agaves no se acaban y se pierden en el firmamento. Dicha visión es tan extraordinaria que supera la razón. En dicha zona, cuna de la cultura zapoteca y mixteca, hay muchos y muy variados tipos de agave entre los que destacan el espadín, el tepextate y el tobalá, por mencionar sólo algunos. El mezcal, bebida que se obtiene del maguey, también llamado agave, es un licor claro y de fuerte sabor del que se dice “para todo mal mezcal, para todo bien también”. El mezcal es la bebida oaxaqueña de La Zandunga y La Llorona, de las guitarras tristes y el desamor mexicano. Un buen agave, como el tepextate (Agave marmorata), necesita al menos catorce años para madurar y darle al mezcal su sabor picante y especiado. Otra bebida de los dioses. Finalmente habría que detenerse con el ejemplar más representativo, que es el agave azul (Agave tequilana) de donde se obtiene el tequila, la bebida mexicana por excelencia. Mucho y nada se puede decir del tequila que no esté ya en el imaginario colectivo y que no es otra cosa que un sinónimo de la alegría del pueblo mexicano, su música, su tradición y su colorido esplendor. Del tequila, que se destila en Tequila, Jalisco, mucha tinta ha corrido a lo largo de la literatura y la historia mexicana, sobre todo en las maravillosas letras de José Alfredo Jiménez, como la que dice: Ay amor, amor de Jalisco lindo un tequila y un beso el mismo día para andar de borracho y seguirte queriendo todavía. Un tequila y un beso el mismo día o prefiero tus labios o prefiero la copa. Tú me dices lo que hago, vida mía. Pero, contrario a lo que se pueda esperar, el maguey tiene un lado sombrío y siniestro que muy poco se explora. Cuenta la leyenda maya de Yucatán, que el Dios Zamná caminaba por un plantío de henequén, una variedad muy peculiar de maguey, y fue herido por las espinas de una hoja. Inmediatamente, se dio cuenta que de ésta salían unas fibras muy resistentes. Dichas fibras convirtieron a los campos yucatecos de henequén en una mina de oro para quien supiera explotarlos. Durante el virreinato dicha planta se volvió una fuente enorme de riqueza cuya base era el esclavismo. A finales del siglo XIX, durante el porfiriato, los campos de henequén se volvieron verdaderos campos de la muerte donde la vida humana no tenía ningún valor. Aquellos pobres hombres, disidentes políticos y opositores al régimen del general Díaz, encontraron un infierno en los espinosos y mortíferos campos de henequén. En su libro México Bárbaro, John Kenneth Turner escribió durante su viaje por México entre 1908 y 1909: ¿Esclavitud en México? Sí, yo la encontré. La encontré primero en Yucatán. Los hacendados no llaman esclavos a sus trabajadores; se refieren a ellos como gente u obreros, especialmente cuando hablan con forasteros; pero cuando lo hicieron confidencialmente conmigo dijeron: Sí, son esclavos. Ese lado ominoso que recae en la benévola planta fue recuperado magníficamente por el pintor mexicano en su obra El henequén de 1947, donde se refleja en toda su crudeza el dolor y la miseria que acarrea la planta, no solo explotada en México sino en Brasil, Madagascar, Tanzania y Manila, exportando el dolor y la miseria de su producción, tal y como el tequila lleva alegrías y fiestas a los comensales y entusiastas bebedores del mundo. Resulta curioso saber que muchas variedades de maguey o agave han proliferado en el mundo, traspasando las fronteras áridas de México. Y ciertamente, aunque es una planta casi exclusiva del territorio mexicano hay una zona del mundo donde una especie única vive y sobrevive con las mismas cualidades y bondades: los Andes peruanos. El Maguey Andino o Cabuya (Furcraea andina) es una planta tan magnífica, como cualquiera de la nación azteca. Esta planta es imponente y espectacular, se caracteriza por sus grandes y alargadas hojas verdes que pueden alcanzar alturas inmensas y que están provistas con espinas. Sus hojas oblongas son carnosas y fibrosas y en su interior posee una serie de hilos de enorme dureza y calidad. Su mayor particularidad es que crece desde los 1450 hasta los 3000 metros sobre el nivel del mar, cosa que muy pocos agaves o magueyes mexicanos podrían hacer. Se desarrolla en diferentes pisos ecológicos como Costa, Yunga y Quechua y ha sido parte de la cultura de la zona, en la misma magnitud, pero diferentes motivaciones, que las plantas mexicanas. Algunas culturas pre-incas y la misma civilización inca usaban esta planta, aunque solo con fines botánicos y textiles. Fue una de las primeras fibras usadas para la fabricación de sogas, calzados, telas y se encontraron elementos hechos con cabuya como redes de pesca, hondas o huaracas que servían como armas en las guerras. El cronista Inca Garcilaso de la Vega da fe de ellos y además habla de esta planta en su crónica, donde menciona que el hilo que se confeccionó y comercializó en Perú provenía de esta planta, ya que era muy popular por su resistencia y durabilidad. La literatura mexicana y peruana tienen muchas características en común, como es el sentido de resistencia y propiedad; la tenacidad y sagacidad para vivir y pervivir en los tiempos y lugares más adversos. Tal y como el maguey, suele florecer y prosperar en condiciones agrestes e infértiles, donde ninguna otra literatura podría serlo. La cultura mexicana y peruana comparten no solo paralelismos en las tradiciones más arraigadas y ancestrales de sus pueblos, sino también esa visión de mundo donde se hace posible lo imposible. Encuentra la vida y la alegría de ser en la tristeza, la muerte y el humor. Encuentra sentido donde no lo hay; encuentra un cauce de vida en el desierto y en la montaña, donde nada crece. O al menos eso se piensa. Este libro de cuentos mantiene ese sentido de tradición y pertenencia en ambas culturas. Danzando con la amargura y el dolor que se mezcla con la alegría siniestra de la lengua. Con esa mueca terrible que nos dejaron las heridas de los siglos. Como si fuera un maguey, cada cuento encuentra vida donde parece no haber nada, encuentra sentido en el sinsentido. Y florece por sí mismo, sólo, sin ayuda de nadie. Sin pretender nada; solo ser, existir y dar. Como lo hacen los magueyes de la sierra de Nochixtlán en Oaxaca, en las carreteras arenosas de Tlaxcala o en las alturas magníficas: Yunga y Quechua en los Andes peruanos. Ahí están presentes, tan dignos y sin deber nada a nadie. Esa es la esencia de la literatura peruana y mexicana; que es por el puro gusto de serlo. Inadvertidamente, los escritores que conforman esta antología están aquí porque así se dió y punto. No había nada que decir ni explicar salvo el hecho de compartir y crear. Peruanos y mexicanos que no podrían encontrarse ni conocerse de otro modo se hablan y dialogan por medio de sus tradiciones y sus ideas. Una fibra de maguey que conecta a dos pueblos por medio de las letras y la imaginación. Los autores.
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Libri sul tema "Libros sagrados – Novela"

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Karen, Tintori, e Fernandez de Villavicencio Matuca, a cura di. El libro de los nombres. Barcelona: Plaza & Janes Editores, 2008.

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Karen, Tintori, a cura di. The Book of Names. New York: St. Martin's Press, 2007.

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Book of Names: A Novel. St. Martin's Press, 2008.

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Gregory, Jill, e Karen Tintori. The Book of Names: A Novel. St. Martin's Press, 2007.

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5

Gregory, Jill, e Karen Tintori. The Book of Names: A Novel. St. Martin's Paperbacks, 2008.

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(Narrator), Christopher Graybill, a cura di. Book of Names, The. 3a ed. Brilliance Audio on MP3-CD, 2007.

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(Narrator), Christopher Graybill, a cura di. Book of Names, The. Brilliance Audio on CD Value Priced, 2007.

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(Narrator), Christopher Graybill, a cura di. Book of Names, The. Brilliance Audio on CD Unabridged, 2007.

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(Narrator), Christopher Graybill, a cura di. Book of Names, The. Brilliance Audio Unabridged Lib Ed, 2007.

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10

(Narrator), Christopher Graybill, a cura di. Book of Names, The. 3a ed. Brilliance Audio on MP3-CD Lib Ed, 2007.

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Capitoli di libri sul tema "Libros sagrados – Novela"

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Lohmann Villena, Guillermo. "Notas para la Historia de la música sacra y popular en Lima en el primer tercio del siglo XVII". In Homenaje a José Antonio del Busto Duthurburu, 515–30. Pontificia Universidad Católica del Perú, 2023. http://dx.doi.org/10.18800/9789972429910.029.

Testo completo
Abstract (sommario):
Al lado del esplendor que como capital de un virreinato alcanzara Lima en el tramo inicial del siglo XVII en distintas modalidades estéticas —la pintura con Mateo Pérez de Alecio y Medoro Angelino, la escultura con Martín Alonso de Mesa (más las piezas maestras de Martínez Montañés y Gregorio Hernández que se importaron), la arquitectura con Juan Martínez de Arrona, la cumbre de la épica sagrada con Hojeda, la novela con Mogrovejo de la Cerda y la farándula con Fernando Carrillo de Córdoba y las dos compañías de comedias que se disputaban el aplauso del público—, en modo alguno quedó por bajo la música, ora en los melodiosos sones de la que se escuchaba en la catedral ora en los vivos compases que alegraban las reuniones mundanas. Para abonar esa excelencia bastará recordar la trayectoria de dos exponentes que dominaban el teclado del «rey de los instrumentos» (González de Amezua, 1970, p. 24): a su llegada al Perú ostentaban como méritos propios, el primero, el sevillano Estacio de la Serna, tras haber sido organista mayor de la capilla real lusitana, mereció la distinción de ver incluido uno de sus tientos en el Libro de tientos y discursos de música práctica y teórica (Alcalá, 1626) de Correa de Arauxo, organista de la iglesia hispalense del Salvador (15991636); al segundo, el navarro Cristóbal de Belzayaga, le calificaba como timbre de honor haberse formado
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